por Miguel Urbano Rodrigues
Escritor, xornalista e político portugués, Miguel Urbano Rodrigues (1925-2017) escribiu este obituario pouco despois da morte de Velo. Está escrito en español e foi difundido na prensa latinoamericana en abril de 1972. Transcribimos o texto, con lixeiras correccións, a partir dunha copia do manuscrito orixinal cedida por Victor Velo.
“Caminante, no hay camino, se hace camino al andar…”.
El mar tenía un color rojizo cuando él dijo los versos célebres de Antonio Machado. El día moría en un ocaso bellísimo. Estábamos en el puente del “Santa Maria” y yo lo había conocido horas antes. Se llamaba José Velo Mosquera y usaba el nombre de guerra de Carlos Junqueira de Ambía.
Irradiaba serenidad y paz, como las aguas del Atlántico. Parecía un sensible, aunque tranquilo, conductor de hombres. La toma del “Santa Maria”, el primero de los grandes secuestros internacionales, no significaba para él lo mismo que para los demás. Machado -insistió- quiso decir que las dificultades se superan por la acción.
Pasadas unas horas, después de un principio de motín a bordo, me di cuenta que no era ni un “condottiero” ni un revolucionario profesional. Se enfrentó sin armas a una muchedumbre enfurecida y la dominó con palabras. Pero de una manera rara, sin demagogia, sin amenazas, con un extraño calor humano. Los tripulantes se alejaron avergonzados, las mujeres llorando.
Hablando para un auditorio era otro. La voz ganaba modulaciones magnéticas, los ojos -inmensos- irradiaban un brillo líquido, el cuerpo se adelgazaba, su delgadez esquelética lo hacía aún más impresionante. La frialdad lacónica cedía el paso a la pasión, a una violencia sin agresividad, a la ternura, a una oratoria torrencial. Guardé la imagen de un Don Quijote cuerdo fundido en un Santo de Zurbarán.
La madrugada nos encontró hablando. De quimeras. Quería llegar a África, sublevar a la Guinea española y salir de allí para Angola. A bordo había 24 comandos portugueses y españoles, una tripulación rencorosa y 800 pasajeros en la frontera de la desesperación.
Sin embargo, a José Velo todo le parecía posible. Su fuego interior me contagió, aunque por poco tiempo.
Enviamos proclamas revolucionarias al pueblo portugués. Henrique Galvão (una figura senil y ávida de publicidad) firmaba entonces todo lo que le pedíamos. El verdadero comandante, el autor intelectual de los planes, el ejecutor real del secuestro del transatlántico, rebautizado por nosotros “Santa Liberdade”, había sido Junqueira de Ambía. Por la radio agitábamos las banderas de la reforma agraria, de la reforma urbana, de la revolución socialista, como si estuviéramos en Portugal y fuéramos la vanguardia de un ejército de liberación.
La fascinación que ejercía aquel hombre era tal que, no obstante la fragilidad de sus análisis y el hecho de que sus esperanzas se asentaban en hipótesis fantasiosas, yo no conseguía oponer a su entusiasmo, en esos días de fiebre, el peso de una lógica elemental. La presencia de la armada americana, las bocas negras de los cañones, nuestra altiva dignidad durante el diálogo con los yanquis, la entrevista con el almirante que simbolizaba al imperialismo aliado de Franco y Salazar, el mar azul, los telegramas que llegaban desde los países socialistas, todo contribuía a prolongar el ensueño. ¿No era nuestro el gran buque, no era real el escenario?.
Al mirar hacia atrás, hoy, no me arrepiento de la aventura: en el “Santa Maria”: quedé curado para siempre -con el desenlace melancólico- de la enfermedad infantil del izquierdismo.
Creo que nunca como en esos días estuvo tan cerca Pepe Velo de la felicidad relativa a que podía aspirar. Y, sin embargo, la acción no fue jamás para él una meta existencial.
Murió hace pocas semanas, en Brasil, olvidado. La familia y media docena de amigos íntimos lo sepultamos, envuelto en la bandera de la Galicia Libre -como deseaba- en un día lluvioso y triste. Tenía 56 años y 23 de exilio.
“Nada traigo conmigo -escribió el mismo día que puso pie en América-. Una maleta vacía, cinco dólares, muchas esperanzas arruinadas, pero sobre todo ello la vocación millonaria de paz y libertad que nos prohibe hacernos viejos”.
Luchara durante años en las guerrillas gallegas y buscaba todavía explicaciones para el fracaso. Recordando más tarde los combates en las montañas y quebradas de Galicia, diría: “En menos tiempo en que tarde en santiguarse un cura loco, podíamos armar 600 hombres, en solo dos partidos judiciales. Pero además, sin cualquier riesgo, en un santiamén toda la población reclusa de un presidio político, inclusive la guarnición, podía ser liberada”. Entre eso y liberar dos provincias, para él, había un nada…
Patriota gallego, anticastellano, pionero de una Iberia confederada, se imaginaba realista y pragmático precisamente cuando cabalgaba en las nubes. “Si Galicia, injusta, brutalmente preterida, hubiese gozado, no de un privilegio sino del derecho que otras regiones de algún modo disfrutaron, cómo se hubiera hecho evidente el fracaso total de la rebelión franquista en su comienzo”.
Hasta el último minuto, en Venezuela y en Brasil, como en el puente del “Santa Maria”, fue siempre un gallego angustiado por una infinita “saudade”.
“A mi me parece -comentó un día- que nuestro exilio es tan largo, tan inútil, tan triste, porque cada exiliado se niega a sobrevivir a su partido”. Criticando siempre el subjetivismo hacía de la unidad una concepción muy subjetiva. Esa postura individualista lo llevó a la gesta del “Santa Maria”. Pero también a la convicción inamovible de que cabía a la emigración iniciar la arrancada para la liberación de las naciones ibéricas. Con ese fin, asociado a Galvão, creó el efímero Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación. Implacable en la condena de toda fraseología revolucionaria (“Tengo para mi que si Don Quijote fuera gallego con una o dos salidas le hubiera sobrado”) terminaba siempre cayendo en un revolucionarismo con notas anarquizantes -él, que abominaba del anarquismo como ideología-. Era esa también una consecuencia de la “saudade” misional, de los años vividos en el monte y en las orillas de las rías gallegas: “Sólo podrá ostentar con orgullo su condición de exilado aquel que no se olvida de las causas que lo forzaron a serlo. No se nace exiliado ni se debe morir en el exilio”, solía decir.
En uno de los libros inacabados que dejó -”Prólogo para la Inauguración de Ibéria”- ese gran español, que ingenuamente juzgaba a Galicia espiritualmente más próxima a Portugal que a Castilla, se esforzó por sistematizar sus ideas acerca del problema que lo obcecaba: la creación de una Iberia unida, una Hespaña con H. Siendo Iberia un mito (jamás quiso entender que los portugueses no nos sentiamos hispánicos) el análisis era necesariamente idealista, traduciendo una visión compleja y atormentada de la historia.
Pepe Velo se decía marxista. Había estudiado el marxismo, admiraba a sus grandes teóricos y se identificaba con la Revolución de Octubre. Sin embargo, no era un marxista. Su materialismo tenía afinidades con las concepciones maniqueístas de Holbach. Veía el mundo como una “arena” donde los malos son más numerosos que los buenos por culpa de fuerzas controladas por minorías corrompidas. Moralista era todavía cuando estigmatizaba a la vieja Iglésia española, “fusil al hombro, predicando a los fieles”…Para el revolucionario Junqueira de Ambía, la dialéctica era un arte exterior, un sistema subjetivo de báscula en el cual el raciocinio va y viene y el error está oculto por la sutileza de ese mismo raciocinio.
Pre-hegeliano, moralista con un corazón inmenso, aquel gallego terco y con una chispa de genio se negaba a admitir la evidencia subrayada por Marx al decir que el pensamiento es solamente el reflejo del movimiento real transportado e implantado en el cerebro humano.
Pese a su fulgurante inteligencia nunca aceptó, en el debate ideológico como en el terreno de la lucha política, el primado de la razón sobre el sentimiento.
Creía en un socialismo construido de arriba a abajo a golpes de audacia y de generosidad. Sin darse cuenta, se colocaba en una postura tan paternalista como la de los socialistas utópicos franceses del siglo XIX. Se negaba a entender que el socialismo moderno, como ya lo decía Engels, es ante todo el resultado de una toma de conciencia acerca de los antagonismos de clase que imperan en la sociedad; entre los que tienen y los que no tienen, de un lado, y un sistema de producción obsoleto, de otro lado. Para él, la historia era solamente “testigo de lo que la humanidad hace y sobretodo, de lo que deshace”.
Pepe Velo, ex secretario de las juventudes del partido galleguista y ex comandante del “Santa Maria”, se transformó en librero en Brasil. Con la humildad de un guerrillero. Como la historia no le ofreció la posibilidad de una plena realización en Galicia, ganaba su vida soñando con futuros remotos y grandiosos. No podré olvidar la expresión de tristeza dolorida en sus bellos ojos cuando, hace cuatro o cinco años, critiqué con dureza un ambicioso plan revolucionario que lo entusiasmaba. Venía a pedir mi cooperación. “No tenía ilusiones sobre tu opción política -dijo en un murmullo- sin embargo, nuestra amistad fraternal me obligó…”
Más de una vez intenté demostrarle que el ideal griego del héroe era incompatible con el mundo de hoy. Es verdad que él no veía el lado heroico de su personalidad. Pero ampliaba desmesuradamente el papel del individuo como agente transformador de la historia. Citaba, incluso, a Lenin, sin considerar que el revolucionario ruso fue la antitesis de los héroes tradicionales que pretenden modificar el curso natural de las cosas. Lenin abdicaba de sí mismo para servir a las grandes necesidades de su tiempo, nacidas de causas que lo trascendían; había encarnado aquello que Plekhnov definió como la “traducción libre y conciente de un curso inconciente y necesario de las cosas”.
“Quisiera haber sido solamente un enseñante, haber podido serlo plenamente”, me dijo Pepe Velo un día, ya enfermo. En esa confesión puso lo más auténtico que había en él. Porque el comandante Junqueira de Ambía fue antes que nada un extraordinario maestro. En su obra truncada de gran poeta y ensayista se destaca un libro inédito “A rebelião dos sinais” que escribió para los niños, (el mayor amor del revolucionario) pensando también en los adultos. Se trata de una visión poética de la vida del hombre en el devenir de la ola del tiempo. Pretendía ser -nos explica en el prefacio- una crónica hecha hoy por el espiritu divagante de un hombre en busca de su identificación con la esencia humana, sin otra ambición que la de un entrenamiento por la trilla de la perfectibilidad. “Una crónica del presente en función del ayer, mirando hacia un mañana poblado de hoyes donde nos vean nuestros descendientes como antepasados concientes de lo que nuestra especie significa en el orden universal”.
Una alegoría bellísima, inconclusa, marcada por las contradicciones, el talento y ese amor casi metafísico que los niños inspiraban a ese místico pagano que era Pepe Velo.
El guerrillero de Celanova, el héroe del “Santa Maria”, condenado por los tribunales de Salazar a 30 años de prisión. El exiliado disponible para las más temerarias aventuras, el creador de mitos, el nacionalista gallego sectario y apasionado, casi tenía verguenza de lo que era su vocación más profunda: la de todo lo universal.
Acaso por eso, distante en el plano de las ideas, me sentí siempre muy cerca del corazón del amigo querido muerto donde no quería: en el exilio.
No lo incluiría entre los hombres que se conocen bien. Y sin embargo Pepe Velo se retrató a si mismo, como nadie podría hacerlo, en estas palabras en que parece negarse: “Si mi padre hubiera nacido un poquito antes y yo en su debido tiempo, bien pudiera haber ocurrido que fuera voluntario en las brigadas internacionales de la batalla de Carabobo”. Quería tan entrañablemente a América como a Galicia, aunque no lo confesaba. Porque amaba la humanidad y por ella vivió con pasión y supo morir con esperanza.
Con Machado y contigo, compañero, yo diría una vez más y siempre:
“Caminante, no hay camino
se hace camino al andar
golpe a golpe, verso a verso…”